jueves, 21 de julio de 2011

Leyes

Estudiar Derecho es como escalar una larguísima escalera de cuerda. Al menos en mi caso.

Empiezas en el suelo. La escalera es larga y su final parece inalcanzable. Te sientes falto de fuerzas y de voluntad. No quieres subir. No quieres obligarte a comprender por qué tienes que subir hasta lo alto de esa maldita escalera.

Hoy he releído algunas hojas del diario que escribí cuando tenía doce años. En una de ellas decía que, tras haber leído algunos trozos de la Constitución, las leyes me parecían un impedimento de las personas para ser quienes son por naturaleza. Barreras artificiales sin ningún sentido. Ironías de la vida que haya terminado estudiándolas.

Una vez que vences las primeras reticencias, trepas los primeros escalones. La subida es fatigosa y, a medida que el cansancio se incrementa, va pareciendo cada vez más y más inútil.

Pero entonces miras hacia abajo y piensas que si bajas ahora todo ese sufrimiento no habrá servido para nada.

Mientras todo esto pasa en la superficie de tu cerebro, en su interior una serie de cambios se apoderan de él. Las leyes empiezan a asentarse en tus neuronas, haciéndote pensar cosas que nunca antes habrías imaginado, convirtiéndote en una persona mucho más racional y cuadriculada. Eliminando, en definitiva, gran parte de tu capacidad imaginativa y abstracta. Los grises se van, dejando sólo lugar a negros y blancos.

Y entonces, cuando ya estás casi en la cima, aunque la mayor parte del tiempo eres consciente de que todo eso que has aprendido no tiene la mayor aplicación práctica en el mundo natural, en el mundo REAL, desarrollas una especie de Síndrome de Estocolmo hacia las leyes. Ya todo gira en torno a ellas. Las barreras han entrado dentro de ti.

Y entonces sigues subiendo.

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