Al cabo de un rato, aquello empezó a resultar excesivo hasta para sus propios compañeros. La ventaja de David era tan superior y Lisbeth se veía tan manifiestamente indefensa que el chico empezó a acumular puntos en su contra; había iniciado algo que no sabía cómo concluir. Al final, le propinó dos contundentes puñetazos que no sólo le partieron el labio, sino que también la dejaron sin aire. Los demás estudiantes la abandonaron sin contemplaciones y, entre risas, doblaron la esquina y desaparecieron.
Lisbeth Salander volvió a su casa a lamerse las heridas. Dos días más tarde, regresó con un bate de béisbol. En medio del patio le asestó un golpe a David en la oreja. Mientras él yacía tumbado en el suelo, en estado de shock, Lisbeth apretó el bate contra su garganta, se inclinó y le susurró al oído que si volvía a tocarla otra vez, lo mataría. Cuando el personal del colegio descubrió lo que estaba pasando, David fue trasladado a la enfermería y Lisbeth al despacho del director, donde se le impuso un castigo, se engrosó su expediente por mala conducta y se decidió continuar con la investigación de los servicios sociales.
Durante más de quince años, Lisbeth no había vuelto a pensar en la existencia (ni en la razón de ser) de Gustavsson. Tomó nota mental de controlar, cuando dispusiese de tiempo, a qué se dedicaba en la actualidad.
La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina,
Stieg Larsson